CIENCIAS SOCIALES Y HUMANIDADES
Las prácticas musicales y la construcción de identidades juveniles en Mendoza
¿Qué relación existe entre las prácticas culturales y la construcción identitaria de la juventud? ¿En qué términos la música se presenta como vía para elaborar una visión colectiva del mundo actual? ¿Qué cosas se ponen en juego a la hora construir diferentes “nosotros” a través de la música? Esta fue una serie de interrogantes que fueron abordados, en parte, a lo largo del trabajo que realicé para mi tesina de grado.
Procuraba profundizar en la complejidad de las experiencias colectivas propias de los y las jóvenes de los sectores populares en la provincia de Mendoza, más precisamente, aquellas vinculadas a prácticas culturales (ligadas a la música y a centros culturales de carácter autogestivo y autónomo). Una de las conclusiones extraídas de dicho trabajo señalaba el papel relevante que asumieron las prácticas culturales como medio para postular unos “nosotros” con capacidad de posicionarse en la realidad cotidiana, levantar una voz en conjunto y porque no, modificar esa realidad.
Hoy en día, estas experiencias colectivas continúan vigentes e incluso gozan de muy buena salud.
Centros culturales, murgas o bandas de música se presentan ante la sociedad con miradas y valores propios, con posicionamientos frente a la conflictividad social y con prácticas instituyentes alternativas, vehiculizando formas identitarias específicas.
Muchas de ellas se forjaron en la década de los 90, a contrapelo de fenómenos insignes de la época como fueron la descolectivización, la fragmentación y la polarización económico-social. Lejos de una mirada que contempla este escenario como la capitulación frente al avance neoliberal, se pudo observar que los sectores juveniles fortalecieron, en un clima por demás hostil, distintas expresiones colectivas de manera activa.
Una de las dimensiones sobre las que se van a modelar algunas propuestas es en el terreno de las prácticas culturales. El campo cultural se va a erigir como un catalizador de experiencias, en el que sectores juveniles van a encontrar un ámbito, ya sea para dar sentido a ciertas vivencias o para postular un “nosotros” como representación colectiva de una mirada en común. Este empuje propio de los y las jóvenes, se hizo camino contra una mirada que observaba estas experiencias como efímeras y con una limitada capacidad de transformación de la realidad.
Iniciada la primera década del siglo XXI, el mundo juvenil vivió un antes y un después. El parteaguas de esta generación fue la crisis del 2001, ruptura que se produjo en tres tiempos. En primer lugar, por la corrosión del “mundo del trabajo” que significaron los años 90; en segundo lugar, por la crisis de 2001 con su combinación de deslegitimación de las instituciones −principalmente del Estado− y la legitimación de la acción directa como “política desde abajo” (piquetes, ocupación de terrenos, asambleas barriales); y, en tercer lugar, por las expectativas generadas a partir de un modelo nacional-popular (con importante aliento del Estado en materia de políticas sociales inclusivas) y las dificultades para el otorgamiento de una ciudadanía plena. Es en este escenario en el que pivotean la multiplicidad de expresiones juveniles.
Ahora bien, a partir de la música y a la luz de estos procesos, ¿qué tipo de miradas comunes elaboran los jóvenes? ¿Quiénes conforman esos “nosotros” y cómo se posicionan? ¿Cómo se entrecruzan la dimensión cultural con la dimensión política?
En el terreno de las prácticas culturales, a nivel general, podemos señalar que la música en sus múltiples registros, ya sea como práctica, como lenguaje, como discurso y como medio de consumo, se ha presentado como un terreno fértil para pensar la elaboración identitaria ya que tematiza y problematiza fenómenos de clase, raciales, de género, etarios, entre otros. Muchas veces les otorga a los sujetos la posibilidad de dar sentido a vivencias, latentes o explícitas, que forman parte de su cotidianeidad y que a veces son difíciles de expresar en otro lenguaje. De allí que la música muchas veces construya vasos comunicantes con “lo político” y viceversa.
Así las cosas y frente a los complejos procesos de fragmentación, atomización y polarización social que se han producido en las últimas décadas en nuestro país, con su inmenso impacto en las generaciones actuales, no se diluyó las capacidades de las “juventudes” para continuar pensando en marcos colectivos. Y “lo cultural” tuvo un papel fundamental en eso.
Ineludiblemente, esto puede ser contrastado con las numerosas experiencias culturales que se fortalecieron en distintos espacios, frente al abandono sistemático de las instituciones. En este sentido, las prácticas culturales asumieron un papel relevante en ese repertorio de experiencias emergentes, constituyéndose en una vía alternativa para los jóvenes que, desde lo simbólico, buscaron elaborar ciertos “nosotros” con miradas y valores propios y como forma de interpelación a sí mismos y a un sector importante de la sociedad.
Desde esta óptica es que señalamos que el lenguaje musical puede dinamizar procesos de politización, pero por otros medios. A través de las letras de las canciones, de gestos de resistencia, de posicionamientos ante ciertas luchas o de valores reivindicados, la música se reconoce como modo de procesar la conflictividad social. Y también desde la práctica, esto es, introduciendo prácticas instituyentes alternativas (formas de vida, maneras de relacionarse). En definitiva, en la medida en que la música se va configurando como una herramienta válida para señalar, cuestionar o impugnar un “orden establecido” o una cosmovisión del mundo, siempre tendrá algo para aportar en la construcción de un principio de articulación que favorezca el cambio social.
Por: Octavio Stacchiola – Becario doctoral del CONICET en el INCIHUSA